México D.F. Verano de 1978
Bajó la escalera con rapidez, siempre lo hacía igual, su ansiedad lo impelía, pero hoy aún más, este era un día diferente, corría, volaba más que de costumbre, así había sido durante más de 30 años, la mitad de su vida, de vivir en la casa de San Ángel, así había sido la ansiedad desde que nació, pero había un motivo, al fin se había decidido y eso lo impulsaba a ir un poco más ligero que de costumbre, olvidó que la escalera estaba en medio de una remodelación, La vieja baranda de mampostería estaba siendo retirada a punta de mazo y maceta, pronto sería sustituida con un bellísimo y clásico barandal de herrería. Los albañiles dejaban trozos de yeso y tabique en forma de cascajo por aquí y por allá, así que, de repente tropezó con un pedazo más grande de lo debido, dio un involuntario traspié para caer los últimos 3 o 4 escalones, se levantó furioso, más que adolorido, la caída no le había cambiado su convicción ni un milímetro, le había llevado años pensarlo, planearlo, sentirlo, casi toda una vida, desde niño muy pequeño, recordó siempre cuando escuchaba a sus tías en aquella vieja casona familiar de Querétaro, hablar de él, del Abuelo Martín, su bisabuelo, su tierna imaginación veía en este hombre, tantas veces citado en conversaciones de estas señoras mayores y en este nombre una especie de Ulises invencible, “…Había viajado desde España en un barco para llegar a México hace más de 100 años…”, tanto valía si fuese desde la Luna o de algún otro planeta, lo mismo daba, pensaba Alfonso.
Era 1923, ningún niño de la época y de un país como México, podría imaginar un viaje así, debió ser como una epopeya, desde entonces lo grabó en su mente con letras de fuego, algún día iría ahí a ese lugar, a ese Ítaca propio que evocaba aventura, pero sobre todas las cosas evocaba identidad, a sus escasos 6 años Alfonso era huérfano de padre, necesitaba que alguien le dijera de dónde y en qué condiciones había venido y porqué, no entendía aún un mundo que le había robado a su padre apenas 3 años antes, necesitaba saberse, no sabía cómo expresarlo, pero ese viaje quizá, podría ayudarlo a entender porque él era un huérfano que pasaba tardes enteras entre mujeres mayores que no paraban de hablar y hablar, en esa vieja casona que sin duda, había vivido mejores tiempos. Pero si entendió bien desde entonces, que había un lugar, un destino que tendría en su mente siempre, quizá no a diario, pero si durante muchas tardes de sueños a lo largo de su vida. Su Ítaca se llamaba Espronceda y ese lugar significaba quizás, el origen de todo y él lo conocería y tendría que saberlo.
Los años pasaron como siempre, muy rápido, Alfonso trabajó mucho, como “burro” se solía decir, se casó a la mitad de los cuarentas hacia el final de la guerra, tuvo hijos…. muchos hijos, había heredado además el carácter nervioso y depresivo de su madre, quien había enviudado en plena Revolución con 6 hijos pequeños, no obstante, entendió, quizá por esto, que la vida era dura y a lo largo de su existencia, no hubo un solo día que lo olvidara, al empezar a envejecer y con muchos años de dolor y frustraciones solía afirmar a quien lo escuchase: “Más valía no haber nacido”, digamos que no era precisamente un optimista, pero aún con estas cargas difíciles e inacabables de sacar adelante unaºº compleja empresa industrial familiar, mantener a esposa y madre propia y ajena, dar de comer y educar a 8 hijos inclusive, mantenía entre sus sueños ese viaje concebido en su muy lejana infancia, de hecho, seguía siendo una prioridad, quizá más ahora, para encontrar de una vez por todas, el sentido a una vida que había sido injusta y difícil per se, ahora solo necesitaba cubrir entre varios detalles uno que a él le parecía fundamental: nunca se había atrevido a volar, ahora, cumplir su sueño pasaba por tener que subir a un avión y eso es lo que, tenía que reconocer, lo había detenido varios años.
Pero hoy hasta ese detalle no le importaba más y estaba convencido al fin, le dijo a Conchita su decisión, no solo porque no concebía hacer esto sin ella, si no porque ella tenía la audacia, quizá valentía que a él le faltaba, necesitaba ese apoyo de su pareja primero para vencer el miedo a volar y segundo para emprender esa aventura, necesitaba que no lo dejara echarse para atrás, además ella sí había cruzado el Atlántico, había subido a un avión 10 años antes, en un viaje que él no tuvo ni el arrojo, ni la voluntad de gastar más dinero del necesario, la vida también lo había hecho un tanto tacaño. Su sueño era tan grande al fin, que superó incluso el dolor de abrir la billetera.
Conchita, mujer de su tiempo, había vencido ese miedo a volar, pero además optimista irredenta como era ella, le parecía fabuloso emprender un viaje como este, para buscar a la familia de su esposo, igual no encontraban a nadie, igual si, en cualquier caso, sería sin duda una oportunidad única de descanso, de dejar a sus hijos casi adultos que sintieran la ausencia de la madre y que se hicieran bolas con su vida diaria, seguro también, encontraría mil oportunidades de hacer amistades nuevas y llenar su corazón optimista de experiencias hermosas, era alguien que disfrutaba planeando hacer un picnic en el jardín de la propia casa, al lado de la fuente, sin duda ella era el lado feliz de la naranja y lo sabía bien.
Así es, la decisión de Alfonso, siempre cauteloso, con el dinero, de viajar a España se había gestado muy lentamente, como una sombra persistente que lo seguía desde la infancia. A los 61 años, nunca había montado en avión, y mucho menos pensado en cruzar un océano. Pero esa mañana de primavera de 1978, lo decidió y bajó corriendo a informarle a Conchita su decisión. Le pidió organizar a la brevedad el viaje, no quería pensarlo más, subiría a un avión y lo haría y desde luego, ella iría con él que, sin reconocerlo de ninguna manera, el buen hombre dependía en absoluto, no sabía ni calentar un vaso de leche, para su perenne gastritis nerviosa, nunca hubiese pensado hacerlo solo, lo sabía bien, él necesitaba a su esposa para obtener la audacia extra que requería para emprender tal aventura.
En el proceso de este último paso y mientras observaba viejas fotografías familiares apiladas en el cajón del secreter, se dio cuenta, porque desde niño fue así, que ya no era joven y que además siempre se había sentido enfermo, que si cada navidad solía decir a su familia durante la cena de nochebuena, que muy probablemente esa sería la última, es porque él lo sentía y estaba seguro, entonces consideró que la muerte podría llegar cualquier día de estos, así es que sintió que ya no podía postergar más ese impulso y de súbito decidió: “Voy”.
Y si, había escuchado tantas historias sobre su bisabuelo Martín durante su niñez. Sus tías, con una mezcla de nostalgia y misterio, hablaban de “el hombre que vino de España huyendo de una guerra, solo para encontrarse con otra”. Martín, según los relatos, había nacido en un pueblo llamado Espronceda, un lugar que Alfonso no lograba ubicar en ningún mapa. Pero algo en esas palabras siempre le había resonado: “el destino y la muerte lo acompañaron siempre y lo siguieron hasta el final”.
Esa frase, tan enigmática, había marcado su imaginación de niño. Ahora, como hombre mayor, sentía que la deuda de conocer esa historia no era solo con su bisabuelo, sino consigo mismo. El ¿Quién soy? Se lo preguntó tantas veces, que decidió ir a buscar respuestas.
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México, 1978. Un país en apariencia estable, pero marcado profundamente por desigualdades y contradicciones. Las calles de la Ciudad de México bullían de vida: vendedores ambulantes ofrecían tacos de canasta, tamales y elotes en esquinas transitadas, los niños jugaban futbol en las calles, en las banquetas y parques, sin miedo y los carros Volkswagen «vochos» (escarabajos), se mezclaban con autobuses humeantes en el tráfico constante. Era un país que, aunque vivía lo que muchos llamaban el “milagro mexicano”, ya mostraba fisuras en su aparente prosperidad, pero era evidente que la gente vivía feliz.
La vida política estaba controlada por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), que desde hacía décadas mantenía el poder absoluto. En 1976, José López Portillo llegó a la presidencia tras una elección sin más candidatos que él, sin oposición real, en la que los partidos rivales se abstuvieron de participar. Su gobierno prometía abundancia gracias al reciente auge petrolero, pero la inflación comenzaba a erosionar los salarios y los rumores de corrupción y despilfarro se esparcían en voz baja entre las conversaciones cotidianas.
Alfonso vivía en este México de contrastes, perteneciente a una clase media alta que, aunque disfrutaba de ciertos privilegios, estaba lejos de las opulentas élites. Su familia tenía una casa propia en una colonia residencial de la Ciudad de México, dos automóviles que a veces permitía que fueran conducidos por sus hijos mayores, pues Conchita nunca aprendió a conducir, tenía a un chofer para apoyo en su negocio y en casa, ah y desde luego un vehículo de carga para su negocio familiar. Estos bienes le otorgaban cierta comodidad, permitiéndole un estilo de vida austero por convicción, sin duda, holgado en la realidad, dentro de los estándares de la época.
Pero ser parte de la clase media alta en México no significaba verdadero poder o estabilidad. En un país donde las diferencias socioeconómicas eran abismales, las clases medias vivían atrapadas en un limbo incómodo: demasiado acomodadas para ser parte de las masas populares, pero lejos del acceso a los círculos cerrados de la élite. Para Alfonso, esto significaba vivir con ciertas comodidades, pero también con miedos latentes: el temor a perderlo todo en una economía volátil, a no poder asegurar el futuro de sus hijos o a no poder sostener el estatus que con tanto esfuerzo su familia había alcanzado.
La vida cotidiana de Alfonso estaba anclada en tradiciones familiares y valores arraigados. Católico practicante, asistía a misa los domingos con su familia, más por costumbre y sentido de pertenencia que por verdadera fe. Las comidas familiares eran rituales sagrados, donde se discutían asuntos triviales y se evitaban (no por mucho tiempo) temas incómodos como la política o las tensiones sociales. En su generación, el respeto a la autoridad y el «qué dirán» guiaban muchas decisiones, creando una red invisible de normas sociales de las que pocos se atrevían a salir.
El México de finales de los 70 era también un país desconectado de un mundo día a día más moderno. Ese mundo donde aún no existían ni computadoras personales ni teléfonos celulares ni mucho menos Internet, y las noticias llegaban a través de periódicos como Excélsior, Novedades, El Universal, Siempre, Proceso (el oasis de libertad) etc. o del noticiero de las 9 en la televisión en color desde finales de la década anterior. Las familias se reunían frente al televisor para ver programas como Siempre en Domingo o las telenovelas de la empresa que luego dio origen a Televisa, mientras afuera los vendedores de helados recorrían las calles tocando sus campanas.
Viajar al extranjero seguía siendo un lujo reservado para pocos. Para Alfonso, subirse a un avión por primera vez a los 61 años era casi impensable. No era solo el costo o la logística, sino también el miedo a lo desconocido. Su generación había crecido viendo a Europa como un lugar lejano y mítico, accesible solo para quienes tenían familiares en el extranjero o los recursos para cruzar el Atlántico.
En medio de este contexto, su decisión de viajar a España representaba mucho más que un simple desplazamiento físico. Era una ruptura simbólica con su rutina y sus certezas. Se enfrentaba al miedo al cambio, al temor de abandonar la comodidad de lo conocido. Pero también sentía una necesidad profunda de entender sus raíces, de conocer más sobre su bisabuelo Martín, aquel hombre que había cruzado el océano más de un 160 años antes en circunstancias envueltas en misterio.
Mientras Alfonso preparaba su maleta —ropa sencilla, una cámara de rollo de 35 mm, un par de libros y algunos ahorros cuidadosamente guardados, en dólares americanos, porque no confiaba en tarjetas de crédito y destinados para un viaje cómodo—, no podía evitar pensar en el contraste entre su México y la España que estaba a punto de conocer. Sabía que España había dejado atrás la dictadura franquista apenas tres años antes, en 1975, y que el país estaba en plena transición democrática. En 1978, los españoles trabajaban en la redacción de una nueva constitución que marcaría el inicio de una era de libertades y derechos civiles, pero profundamente atrasada en muchas cosas cotidianas. Las primeras elecciones democráticas ya se habían celebrado en 1977, y aunque los ecos del pasado aún resonaban con mucha fuerza, demasiada en muchas calles, La España del 78 no obstante, vivía un momento de esperanza y transformación.
Sin embargo, la realidad española estaba lejos de ser idílica. La pobreza aún era evidente, especialmente en los pueblos rurales donde los cambios apenas se sentían, su larguísimo aislamiento del resto del mundo cobraba facturas, la unificación europea aún en sueños, reconocía a España como el patito feo de una Europa tradicional, pero con visión de futuro, difícil de entender para una población acostumbrada a un gobierno dictatorial, paternalista, desconfiado y principal factor del atraso social. A pesar del proceso democrático en marcha, muchas estructuras del franquismo seguían incrustadas en la sociedad, manteniendo viejas jerarquías y resistencias al cambio. Y, en medio de esta transición, surgía una ultraderecha resentida, alimentada por la nostalgia del régimen y caracterizada por su xenofobia y una prepotente ignorancia que aún hoy en día se resiste a desaparecer.
México, en cambio, seguía atrapado en una democracia monopartidista, donde las elecciones carecían de verdadera competencia y el sistema político parecía inmutable. Alfonso sentía, aunque de manera difusa, que su país estaba estancado, atado a costumbres rígidas y estructuras de poder que apenas dejaban espacio para el cambio.
Su viaje a España era, en cierto sentido, también una búsqueda de libertad personal. La posibilidad de recorrer los mismos caminos que su bisabuelo Martín, de visitar el pueblo de Espronceda y de entender su historia familiar, ofrecía algo más profundo que una simple aventura: la oportunidad de reconstruirse a sí mismo.
A bordo del avión, mientras escuchaba el zumbido constante de los motores, Alfonso pensó en cómo había llegado hasta ahí. Recordó las conversaciones en la casona de Querétaro de sus tías, cuando él era un niño pequeño, los relatos fragmentados sobre Martín, y la idea de un pasado familiar cargado de secretos. Sentía una mezcla de emoción y temor. No sabía exactamente qué buscaba, pero intuía que el viaje cambiaría algo dentro de él.
En un mundo aún desconectado por la falta de tecnología moderna, lejos aún del internet y las comunicaciones actuales, esta travesía significaba desconectarse por completo de su vida cotidiana. No habría llamadas diarias a casa ni actualizaciones instantáneas. Solo él, sus pensamientos y la promesa incierta de encontrar algo en los caminos de España.
El aeropuerto de la Ciudad de México le resultó un caos intimidante. Las filas interminables, las maletas rodando y las voces de los altavoces eran un mundo completamente nuevo para él. Mientras esperaba para abordar, jugaba nerviosamente con el boleto en sus manos, leyendo una y otra vez el nombre de su destino: Madrid. En su mente, trataba de imaginar cómo sería ese país del que había escuchado tanto pero que nunca había visto.
El avión despegó, y Alfonso cerró los ojos y sujetó la mano de Conchita con fuerza, sintiendo cómo el estómago se hundía. Minutos después los abrió y se atrevió a mirar por la ventanilla, vio cómo las nubes se extendían como algodón, fue entonces cuando se permitió por primera vez imaginar cómo sería Espronceda. ¿Sería un pueblo? ¿Sería una ciudad?, ¿Estaría constituido por casas de piedra?, ¿con calles estrechas y silenciosas? ¿O quizá habría cambiado tanto a lo largo de los siglos, que apenas quedaría rastro de lo que una vez fue cuando su bisabuelo vivió ahí? De hecho pensó, sin dejar de angustiarse ¿Existía aún?
Benjamín me ha vuelto a sorprender con su habilidad para hacer que no pueda despegar los ojos del texto. Es un maestro de las descripciones y las metáforas; de tal forma que logra que visualicemos perfectamente lugares, personas, siguaciones y, lo que es más sorprendente, emociones. ¡Zorionak Benjamín!
Fabuloso relato!!
Muchas gracias Marta!!
Excelente y deliciosa historia, me traslada a esos tiempos llenos de emoción y aventuras.
Gracias
Muchas gracias Prima!!
Que estés siguiendo mi novela es un gran gusto.
No sabes lo que significa para mi, tener unos 2 o 3 lectores !!!