Capítulo 5: Espronceda – ¡Joder, sí existe! –

Los estridentes motores del Jumbo fueron disminuyendo su ruido mientras el gigantesco avión perdía velocidad. Había tocado tierra unos minutos antes. Madrid se veía brillante a través de la ventanilla, como suele verla cada nuevo visitante de —La Villa—. Alfonso no pudo reprimir un largo suspiro por la doble emoción de llegar y hacerlo con bien. La prueba había sido dura: casi doce horas de sufrimiento en el novel pasajero de lo desconocido. Pero ya estaba. Al fin estaba en España.

Se dejó “conducir” por la gente que rápidamente descendió del avión, un suspiro después de que se abrieran las puertas y las escaleras se llenaran de gente atropellándose para bajar. Él no estaba seguro de qué hacer o cómo actuar, pero suponía que todos ellos tenían experiencia suficiente, empezando por Conchita, a quien sonrió nervioso varias veces. La temperatura era fresca, casi fría, como suele serlo en el Madrid otoñal.

Maletas en mano, después de un tranquilo paso por migración, Alfonso y Conchita se acercaron a la puerta de salida de la terminal. Esperaban tomar un taxi que los condujera al centro de Madrid, donde suponían estaría el hotel.

—Al Capitol —dijeron al unísono al chofer que se acercó a ofrecer sus servicios.

—¿Ah, el Capitól? —respondió el hombre mientras dejaba el equipaje en el maletero—. Ahora mismo.

El Capitol, o Capitól como lo llamaban los madrileños, era un céntrico hotel sobre la Gran Vía (hoy Vincci Capitol). A Alfonso le causó gracia aquella “tilde” que, en las bocas de quienes lo nombraban, daba un simpático y agudo acento a un hotel extranjero y esdrújulo. Quizá lo castellanizaban, pensó, imaginando entre tanto a otros turistas mexicanos, igual que ellos, llegando con maletas pesadas, cansancio y, sin lugar a dudas, sueños e ilusiones.

Desde la ventana de una habitación en un octavo piso, Alfonso observó las luces de la Gran Vía encenderse mientras el murmullo de una ciudad aún disociada de Europa —más cerca aún de una oscura dictadura que de esa nueva España constituyente que la mayoría democrática deseaba, pero que aún no conseguía sacudirse el carácter negro— le llegaba como un eco.

Así, intentando sacudirse la oscuridad de ese Madrid del 78, Alfonso sentía cómo se aceleraba su pulso. Sintió cierto temblor en las manos: al final, ya estaba aquí.

—Madrid, España —pensó—. Lo que había sido un rumor lejano en sobremesas familiares, se convertía ahora en el aire que respiraba y no, no le sabía mal.

Conchita deshacía la maleta con calma.

—Conchita, necesitamos saber si Espronceda existe —dijo un Alfonso más ansioso de lo que hubiese querido hacer notar. Fue una voz cargada de urgencia. Llevaba prisa. Fueron 55 años esperando.

Ella levantó la vista, sonrió con suavidad y asintió. Sabía que este viaje no era un paseo, sino la búsqueda de una promesa que Alfonso se había hecho a sí mismo de niño, cuando miraba de reojo el viejo baúl de la casa de sus tías, aquel que guardaba tesoros a los que él no tenía alcance alguno. Solo sabía que eran cosas viejas de otros tiempos, de los del bisabuelo con certeza. Eso lo sabía. Había intentado husmear, pero siempre fue reprimido sin remedio. Aun así, soñaba que algún día conseguiría saber lo que ese viejo baúl ocultaba.

En la oficina de información turística del hotel, una joven detrás de un pesado escritorio de nogal, estilo art nouveau, los atendió con amabilidad y un acento ligeramente agudo.

—Espronceda… un momento, por favor —dijo mientras pasaba las páginas de un atlas desgastado—. Sí, parece que está en Navarra. Pero es tan pequeño que no aparece en este mapa.

Alfonso sintió un latido intenso en las sienes. Navarra. Un nombre que se le quedó adherido como un latido.

La joven continuó, con un gesto de duda que se transformó en sonrisa:

—Parece estar cerca de la ciudad de Logroño… Lo que podrían hacer es tomar un tren o un autobús hacia lo que unos años después se convertiría en la Comunidad Autónoma de La Rioja (. Espronceda debe estar a unos 30 o 40 kilómetros de distancia. Seguramente encontrarán un taxi o un autobús local que los pueda llevar.

No sabía explicarles con certeza cómo llegar hasta el pueblo, pero en ese momento, para Alfonso, eso no importaba.
Espronceda existía, y eso era mucho más de lo que esperaba descubrir el primer día.

A la mañana siguiente salieron al amanecer con las maletas, sintiendo que no había razón para quedarse en Madrid. En la estación, compraron los boletos con la certeza de quien sabe que cada paso los acercaba a algo profundo.

El trayecto a Logroño se convirtió en un viaje silencioso de paisajes que se desplegaban como un tapiz: campos verdes, colinas que se mecían al viento, granjas con tejados rojizos. Alfonso se aferró a la mano de Conchita mientras miraba por la ventana. Le costaba trabajo tener la paciencia para sobrellevar las cuatro o cinco horas que llevaba ese viaje. En la Sierra Cebollera, su ansiedad lo transformó e impidió ver la hermosa y agreste zona montañosa.

Para paliar su frustración por la “lentitud” del viaje, recordó Querétaro, las tardes de sol bajo la bugambilia, y aquel día en que, siendo niño, se prometió a sí mismo que iría a buscar el lugar de donde venía su familia.

Cada kilómetro recorrido era un paso hacia esa promesa.

En la estación de Logroño, un empleado confirmó con naturalidad que Espronceda existía y que un autobús local saldría en pocos minutos.

—Ese que ve ahí, el color hueso, le lleva —señaló con el pulgar.

El conductor, con boina y manos firmes, acomodaba cajas mientras tarareaba una jota. Alfonso se acercó con el corazón acelerado.

—Disculpe… ¿va a Espronceda?

El conductor levantó la vista, calibró su acento y sonrió con franqueza.

—¡Por supuesto que voy a Espronceda! Ya va siendo hora de comer, que mi mujer me espera.

Lo miró con curiosidad.

—¿Y qué le trae a un extranjero hasta un pueblo tan pequeño?

Alfonso respiró hondo antes de responder, como quien se asoma a un pozo profundo. Habló de Martín, de esa necesidad de entender de dónde venía.

El conductor soltó una carcajada que llenó el andén de un eco cálido.

—¡Joder, qué me cago en Dios! ¿Desde Méjico hasta aquí para buscar a la familia en mi pueblo? ¡Qué me cago en Dios!

Alfonso sonrió, contagiado de esa risa franca.

—Me llamo Alfonso… Alfonso Ruiz de Cabañas.

—¡Pues súbase, Alfonso Ruiz de Cabañas, que hoy va a llegar a su casa!

Alfonso corrió, flotó hacia Conchita, que lo esperaba en una banca, sintiendo que sus pies apenas tocaban el suelo.
Espronceda dejó de ser un rumor y se convirtió en destino.

 

Era como lo había imaginado. Un pueblo de piedra, con calles estrechas, casas de muros gruesos y tejados de teja roja, un aire que olía a leña, a humedad y campo.

Jacinto, el conductor, detuvo el autobús frente a una gran casa de piedra con un escudo tallado incrustado sobre el muro, y gritó con voz potente:

—¡Ester, sal que te traigo a tus parientes de Méjico!

De la casa salió una mujer de rostro curtido, ojos brillantes de lágrimas contenidas y manos que temblaban suavemente al sostener las de Alfonso.

—¡Qué felicidad! —dijo mientras lo abrazaba con fuerza—. El tío Onofre siempre habló de ustedes… Murió hace dos años, pero qué feliz habría sido de verlos llegar.

Alfonso se dejó abrazar, conmovido, sintiendo cómo el cansancio del viaje se transformaba en calor en ese instante. Grabó cada olor, cada piedra, cada voz.
Esta vez, sin duda, se sintió en casa.

La casa era amplia, con techos altos y un aroma a madera húmeda que despertaba memorias dormidas. Invitado a recorrer la casa de sus ancestros, Alfonso apoyó su mano en un muro, sintiendo un pulso bajo sus dedos. Todo lo que veía en aquella casa, lo que oía, lo que olía, lo que tocaba, le hablaba. Le hablaba fuerte, claro. Su corazón se salía del pecho y contenía con dificultad su emoción.

Lo condujeron después a un rincón donde colgaba un retrato. Un hombre de bigote espeso, ojos firmes, mentón pronunciado, con el dedo índice grueso en la base y peludo, igual al suyo.

“Martín Ruiz de Cabañas Chavarri, Capitán de Dragones de los Ejércitos del General Don José de la Cruz”

Alfonso sintió que el tiempo se detenía. En la mirada de Martín, dura, se revelaba un cansancio profundo. Parecía adivinarse secretos y verdades no dichas. No sabía aún por qué Martín había dejado Espronceda, aunque lo suponía. Como tanta gente que emigraba a hacer “las Américas”, sí entendía que esa decisión le había permitido a él existir. Se proponía ahora saberlo todo. Quizá la guerra, quizá un amor, un miedo, una historia silenciada.

Los días siguientes pasaron entre charlas con Ester, risas tímidas y una hospitalidad cálida pero cautelosa. Alfonso comprendía esa cautela: él era un hombre que llegaba con preguntas. Quizá demasiadas.

Una tarde, mientras Ester servía vino, comentó:

—Aquí siempre se dijo que Martín se fue huyendo de la guerra… y quizá de algo más. Pero, bueno, ya sabes, son cosas que se dicen.

Alfonso sintió un escalofrío suave. En México, sus tías repetían que Martín se había ido porque no tenía otra opción, pero ahora comprendía que aquella frase podía esconder algo más profundo.

Aquella noche, cuando la casa dormía, Alfonso se acercó al retrato con una vela encendida y tomó con cuidado una de las cartas que Ester le había mostrado. Era de puño y letra de Martín, con la tinta desvaída y elegante.

En ella, Martín recordaba la batalla de Mezcala, la pólvora, el miedo, las dudas que cargaba:

“En el fragor de la batalla, recordé mi pueblo y comprendí que hay decisiones que nos persiguen como sombras que no abandonan la luz.”

Alfonso cerró los ojos, sosteniendo la carta contra su pecho, mientras una lágrima le recorría la mejilla.
Comprendió que había venido a Espronceda no solo para buscar a sus ancestros y respuestas sobre su vida, sino para reconciliar a Martín con esas sombras, hoy heredadas, quizá esto le permitiría hacerlo con sus propias sombras.

 

5 comentarios en “Capítulo 5: Espronceda – ¡Joder, sí existe! –”

  1. Rosa Martha López Ruiz Cabañas

    Emocionante, muy emocionante. Casa palabra, cada ilustración me trasladan a ese lugar. Tengo muchas ganas de ir.
    Gracias por la forma en que imprimes cada palabra. Espero el siguiente.

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