Sol Remiso de Invierno

 

Navarra 1808

Las primeras tropas francesas cruzaron Irún en 1807 sin dejar huella en Navarra, pero en febrero de 1808, su presencia se volvió imposible de ignorar. El general D’Armagnac ocupó Pamplona con astucia, y las banderas imperiales comenzaron a ondear en murallas que, hasta entonces, parecían inexpugnables. Los navarros, que aún recordaban las violencias de la guerra contra la Convención, recibieron con recelo a aquellos “aliados” que venían con promesas de orden pero traían impuestos, requisas y miedo.

En junio, cuando Estella se levantó en armas, el grito de rebelión se extendió como un latido por toda la merindad. Los mozos se colocaban escarapelas rojas y salían con escopetas viejas, hoces o palos, mientras los sacerdotes fundían la plata de las iglesias para financiar la resistencia. Los franceses respondían con dureza, y en cada pueblo quedaban huellas de saqueos y de fusilamientos en las tapias del cementerio.

Fue entonces cuando aparecieron las guerrillas, partidas de hombres con hambre de libertad, que conocían cada sendero de las sierras y cada barranco donde emboscar a las columnas francesas. Entre ellos, un joven al que todos llamaban Francisco Javier Mina, “El Estudiante”, se convirtió en un nombre que infundía esperanza y temor por igual. Con apenas 21 años, organizó el Corso Terrestre de Navarra, uniendo partidas dispersas bajo un solo mando y haciendo de las sierras y caminos un campo de batalla inesperado para los franceses.

Martín Joseph Ruiz de Cabañas Chavarri conocía bien aquella tierra y aquellos hombres. Había nacido y crecido en Espronceda, con las colinas verdes y los inviernos duros forjando su carácter. Y era Capitán de Dragones de Su Majestad, un militar profesional que conocía el peso de la disciplina, la táctica y la muerte en campaña. Había elegido la carrera militar no por amor a la guerra, sino porque creía que era un modo de proteger a su gente, de mantener un orden justo en una tierra castigada por el hambre y la miseria.

Pero la llegada de los franceses, la derrota en Tudela y los saqueos por toda Navarra le enseñaron que la guerra rara vez se parece a las promesas que se escuchan en las arengas. Y que, incluso para un Capitán, la guerra puede convertirse en un monstruo que devora todo lo que toca.

Martín había conocido a Francisco Espoz y Mina, el tío de Francisco Javier, mucho antes de que se convirtiera, en ausencia de su sobrino, en el azote de los franceses. Eran de pueblos cercanos, y en las ferias o en las visitas familiares habían compartido conversaciones junto a un vino oscuro de la tierra y el humo de las brasas. Francisco, con su carácter firme, tenía una forma de mirar que hacía difícil contradecirle, y su ambición estaba clara desde joven. Con Francisco Javier Mina, el sobrino, la relación de Martín era diferente: lo respetaba, pero no compartían la misma cercanía ni la confianza tejida con los años.

Aun así, cuando el invierno de 1808 llegó cargado de hambre y miedo, Martín se unió a ellos en acciones de apoyo en Sansol y Torres del Río, poniéndose al servicio de las guerrillas como Capitán, dirigiendo escaramuzas con precisión, cubriendo retiradas, ofreciendo víveres y caballos cuando podía. Sabía que no podía quedarse de brazos cruzados mientras los franceses saqueaban pueblos y pisoteaban su tierra, pero cada emboscada le dejaba una huella, cada muerte de un mozo al que conocía de nombre o de vista le dolía como una herida propia.

El estrépito de los disparos en las calles empedradas, los gritos en la noche, las madres llorando a sus hijos, le recordaban cada día que la guerra, aunque necesaria, era un pozo sin fondo que se tragaba hombres, familias y esperanzas. Su odio a los franceses era profundo, pero cada vez sentía que la guerra le estaba robando algo de sí mismo, algo que no sabía si recuperaría jamás.

Fue en medio de este invierno, mientras regresaba de una patrulla con Mina por los alrededores de Sansol, cuando recibió la carta de su tío Juan Cruz, obispo en Guadalajara, México. Era la tercera carta que le llegaba, pero aquella era distinta: urgente, clara, sin rodeos. Le hablaba de tierras lejanas donde había oportunidades, de un futuro posible lejos de las cenizas de Europa, acompañando a Dionisio, su hermano quien había hecho dinero. Le pedía que cruzara el océano y comenzara una nueva vida, que abandonara una guerra que solo prometía muerte y ruina.

Martín guardó la carta en el interior de su chaqueta, cerca del corazón, y cabalgó de regreso a Espronceda con la nieve cubriendo los tejados y las huellas de su caballo borrándose con el viento. Esa noche, junto al fuego, mientras escuchaba el crujir de la leña, supo que aquella carta había quebrado algo dentro de él. Comprendió que, aunque amaba su tierra, ya no podía seguir perdiendo amigos, vecinos, sueños, en una guerra interminable.

Pensó en María, en el calor de su sonrisa, en el peso de un secreto que lo atormentaba y que no podía confesar. Pensó en su madre, en sus hermanos, en el futuro que ya no veía posible en Espronceda. Y en medio de la noche, entre el sonido lejano de un gallo que cantaba en la oscuridad, Martín tomó una decisión.

Se iría.

Por primera vez, imaginó un barco surcando el Atlántico, (Como Alfonso su bisnieto con el avión, nunca había subido), alejándose de las costas de España. Imaginó tierras lejanas donde podría volver a empezar, donde podría tal vez reconstruir lo que la guerra le había arrebatado.

Al día siguiente, el sol se alzó pálido sobre Espronceda. Martín se sentó en el escalón de piedra frente a su casa, con la carta en la mano. Miró hacia la plaza, hacia la fuente que seguía brotando agua como si la guerra no existiera, y supo que pronto tendría que decir adiós.

Así comienza el verdadero invierno para Martín Ruiz de Cabañas.
El invierno en el que decide dejar atrás una tierra amada, una guerra que odia, y un uniforme que, aunque honorable, se había convertido en una jaula.

   

El sol de invierno apenas levantaba la escarcha de las piedras cuando Martín Joseph Ruiz de Cabañas Chavarri bajó al pueblo, con la carta del obispo palpitándole en el pecho como un tambor secreto. En la plaza, la fuente seguía vertiendo su agua clara, ajena al hambre que se respiraba en las casas, a las murmuraciones de miedo y al silbido de las balas que a veces llegaban con el viento desde pueblos demasiado cercanos.

Martín se detuvo un momento a mirar el agua correr. Todo sigue, aunque todo se rompa, pensó. La guerra le había enseñado eso: la vida se abría paso, aunque fuese en charcos de sangre en los caminos.

Se dirigió a la taberna de Miguel, el único lugar donde aún se hablaba con voz alta, aunque cada palabra se cuidaba como si fuera una bala. Dentro, el aire olía a vino agrio y humo de leña. Había hombres con rostros demacrados, campesinos de manos gruesas que hablaban de lo que habían oído de Pamplona, de los franceses, de los guerrilleros de Mina.

Joseph Antonio María, su hermano menor, lo esperaba en una mesa junto a la ventana, con dos vasos de vino barato y un pan mordido, duro como piedra. Joseph Antonio había crecido con él en aquellas calles, persiguiendo gallinas, corriendo entre las viñas, riendo bajo la lluvia con los pantalones arremangados, llenos de barro. Había crecido rápido, con los inviernos y la guerra endureciéndole los ojos, pero aún conservaba un brillo de esperanza que Martín envidiaba.

Martín se sentó y le revolvió el cabello con un gesto de cariño, como cuando eran niños, antes de sacar la carta y dejarla sobre la mesa.

“La leí”, dijo al fin. “El tío quiere que me vaya. Dice que hay tierras, oportunidades… un futuro. Dice que cruce el mar.”

Joseph frotó la carta con sus dedos, callado, la mirada fija en la mesa, antes de levantar los ojos. “¿Vas a hacerlo?”

Martín tragó saliva. “Quiero que vengas conmigo.”

Joseph lo miró sorprendido, con el brillo de una chispa de ilusión en la mirada. “¿De verdad? Yo…”

“Eres mi hermano, Joseph. Hemos estado juntos siempre. Si me voy, quiero que sea contigo.”

El muchacho bajó la mirada. Martín vio cómo se le tensaba la mandíbula, cómo sus dedos apretaban el borde de la mesa hasta que se pusieron blancos.

“Martín… no puedo. Madre necesita que alguien la ayude. Padre ya casi no ve bien, y la tierra… la poca que queda… Si nos vamos los dos, ellos se quedan solos.”

El silencio cayó como un paño húmedo entre ambos. Martín sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas, pero las contuvo, tragando el nudo en su garganta. Joseph seguía siendo el niño al que había enseñado a nadar en el río, al que había protegido de los bravucones, al que había cargado a cuestas cuando se hacía de noche en el campo.

“Lo sé,” dijo Martín, con la voz quebrada. “Lo sé, hermano. Pero me duele.”

Joseph levantó la vista con un atisbo de sonrisa triste. “Te voy a extrañar.”

Martín le puso una mano en el hombro, firme. “Y yo a ti. Te prometo que volveré, Joseph. Que te sacaré de aquí. Que los sacaré a todos de esta miseria.”

“Lo sé,” respondió Joseph, con una lágrima cayendo silenciosa por su mejilla antes de limpiársela con la manga.

Martín lo abrazó con fuerza, sintiendo el temblor del cuerpo de su hermano más joven. Era un temblor que reconocía, el temblor del miedo a la separación, a un futuro incierto.

“Te escribiré, te mandaré dinero, te lo juro,” murmuró Martín. “Haré que este sacrificio valga la pena.”

Joseph asintió contra su pecho. Y cuando se separaron, ambos tenían los ojos rojos, aunque ninguno mencionó las lágrimas.

 

Esa noche, en casa, la leña crujía en el hogar mientras el humo se elevaba despacio. Su madre, con su cabello gris recogido en un moño y las manos resecas por el invierno, cosía un pequeño paño con hilos que se enredaban con cada puntada.

Martín se sentó frente a ella. Su padre, con la vista cansada, limpiaba con lentitud un cuchillo de madera para el pan.

“¿Te ha escrito tu tío otra vez?”, preguntó su madre, sin levantar la vista.

“Sí, madre.” Martín respiró hondo, como si se preparara para una batalla. “Me pide que vaya a México.”

Su madre detuvo la aguja. Su padre se quedó con el cuchillo en el aire, en silencio.

“Y… ¿quieres irte, hijo?” preguntó ella, levantando por fin la vista. Sus ojos tenían esa mezcla de fortaleza y cansancio que solo las madres conocen.

Martín apoyó los codos en las rodillas y se inclinó hacia ellos. “No quiero dejarles. Pero si me quedo, moriremos aquí poco a poco. La guerra no se detiene, y cada día traemos menos pan a casa.”

Su padre bajó la mirada. Su madre suspiró y dejó el paño sobre su regazo.

“Si te vas…”, empezó a decir ella.

“Si me voy, enviaré dinero. Haré fortuna. Conseguiré tierras, o al menos un trabajo que me permita enviarles lo que aquí no tenemos. Iré a buscar a Dionisio. Él está allá desde hace años, dicen que ha hecho fortuna, mientras nosotros… mientras nosotros nos hundimos aquí. Voy a pedirle ayuda. O a exigirla.”

Su madre asintió despacio, cerrando los ojos un instante. “Si eso es lo que debes hacer, ve, hijo. Pero no nos olvides. Ni olvides quién eres.”

“Lo prometo, madre,” respondió Martín, con un hilo de voz.

Su padre levantó la vista, con los ojos húmedos. “No hay honra más grande que proteger a los tuyos. Haz lo que debas, hijo. Pero vuelve, si Dios lo permite.”

Martín se inclinó y besó la frente de su madre, luego tomó las manos callosas de su padre entre las suyas. En ese momento, la guerra, la partida, el océano, todo le pareció más pequeño frente al amor que sentía por ellos.

 

Esa noche, mientras Espronceda dormía, Martín se sentó junto al fuego, con el crujir de las brasas como único sonido. Pensó en María, en su risa, en el calor de sus manos cuando se las tomaba al caminar por el sendero de la iglesia, en el secreto que compartían y que le dolía como un hierro candente.

Sabía que no se despediría de ella. No tenía el valor de mirarla a los ojos y decirle que se iba. Que quizás no volvería.

Te juro que regresaré. Que te cuidaré desde lejos, aunque sea con cartas y dinero. Que si la guerra no me mata, te buscaré en esta vida o en la otra, pensó, mientras una lágrima se secaba en su mejilla.

Antes del amanecer, la decisión estaba tomada. Martín partiría hacia México, dejando atrás la tierra que amaba, la guerra que odiaba, y a la familia que era su todo.

Y mientras el gallo cantaba anunciando otro amanecer frío en Espronceda, Martín supo que a veces el verdadero valor no está en quedarse, sino en tener el coraje de partir.

Un sol remiso intentando levantarse en ese frío invernal, que calaba hasta los huesos, lo vio partir, sin voltear, con un hatillo y unas monedas suficientes para llegar a Cádiz, discreto, para no ser oído ni por la hierba bajo sus pies.

 

 

 

4 comentarios en “Sol Remiso de Invierno”

  1. Rosa Martha Lopez Ruiz Cabañas

    Otro extraordinario capítulo que te traslada a esas tierras con la excelente narrativa, esperando lo que sigue. Mil gracias.

  2. Gabriel Alvarez de Eulate Oses

    Muy entrañable y casi se me han saltado las lágrimas, muy bonito y a la vez para alguien cómo yo, que ama mucho esté pueblo un poco duró….
    Aunque hubo una época en la que también intenté irme al otro lado, del charco. Pero no me dejaron y ahora entiendo un poco porque….🤔
    Muy bonito….
    👍👏👏👏🥰

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