Capítulo 8: Entre Nones te veas

Capítulo 8

Entre nones te veas

Querétaro 1917

Fue el 5 de febrero de 1917, en el Teatro Iturbide de la ciudad de Querétaro, los delegados del Congreso Constituyente habían firmado la nueva Constitución, México tenía nuevas reglas y la dolorosa revolución parecía ceder al fin, buscando dar forma a un país exhausto tras 7 años de una terrible guerra fratricida.

La ciudad aún guardaba el eco solemne de aquellos días en que fue capital de la República y centro de decisiones que marcarían el rumbo de México.

Querétaro era, en ese tiempo, una ciudad que vivía entre dos siglos: con un pie firmemente anclado en su herencia virreinal y el otro tanteando los avances de la modernidad. El centro histórico conservaba la traza colonial: calles estrechas de adoquín, fachadas de cantera rosa con balcones de hierro forjado, portales donde se resguardaban tiendas y boticas, y plazas adornadas con fuentes de piedra donde las mujeres llenaban cántaros al amanecer. Sobre todo, se imponía la silueta del acueducto, con sus arcos elegantes, cruzando la ciudad como un recuerdo vivo de tiempos de abundancia y devoción.

En las plazas y jardines, los kioscos servían de punto de encuentro. Los domingos por la tarde, la banda municipal ofrecía tandas musicales, y familias enteras paseaban con sombrero y paraguas, saludando a conocidos en cada vuelta, permitiendo que las hijas intimaran con los jóvenes de alcurnia o al menos de la misma clase, así es como se hacían las parejas que eventualmente terminarían en matrimonio. A la sombra de los portales, comerciantes ofrecían telas, sombreros, herramientas y dulces de leche y membrillo. El olor a pan recién horneado se mezclaba con el del café tostado y el incienso que escapaba de las iglesias cercanas.

La modernidad se dejaba ver en el alumbrado público, que iluminaba tenuemente las calles por la noche, y en la presencia del teléfono y el telégrafo, acortando distancias y llevando noticias de la capital y otras ciudades. El ferrocarril llegaba con su característico silbido, su humo y su estrépito, trayendo mercancías, viajeros y un aire de conexión con el resto del país. Los bancos comenzaban a transformar la economía local, mientras al norte de la ciudad se formaba una zona industrial que prometía trabajo y cambio. La agricultura seguía siendo el sostén de muchos, pero la industria textil y la tabacalera ganaban terreno, haciendo de Querétaro un centro de acopio y distribución de granos y productos.

La vida diaria se movía a dos ritmos. En el corazón de la ciudad, tranvías tirados por mulitas recorrían las calles, compartiendo espacio con coches de caballos y algún automóvil ruidoso que levantaba polvo al pasar. Las villas cercanas, como Bernal o Ezequiel Montes, permanecían más aferradas a la vida tradicional, marcando el tiempo con el toque de campanas y el paso lento de recuas de mulas cargadas de mercancías.

Las mañanas comenzaban temprano. El repique de las campanas llamaba a misa mientras el sonido hueco de los cascos sobre el adoquín anunciaba el movimiento de carretas y jinetes. En los mercados, el aire se impregnaba de aromas: especias, frutas frescas, maíz recién molido. Vendedoras con rebozo ofrecían nopales, chiles secos, calabazas y quesos envueltos en hojas; los pregoneros anunciaban pan caliente, carbón, leña o gallinas vivas. Niños descalzos corrían detrás de pelotas de trapo, y las mujeres conversaban bajo la sombra de los portales. Hombres con sombrero ancho se reunían junto a los expendios de grano, mientras las costureras trabajaban sentadas a la entrada de sus casas, agujas y dedales en mano.

Al mediodía, el sol caía fuerte y la ciudad se recogía. Las gruesas paredes de las casas guardaban el frescor, y las calles quedaban semivacías, salvo por algún repartidor o viajero que buscaba sombra. Por la tarde, el bullicio volvía: tranvías chirriando al doblar las esquinas, el silbato del tren que llegaba desde la estación, y, a lo lejos, el golpeteo del telégrafo transmitiendo mensajes invisibles.

Las noches tenían su propia cadencia. El alumbrado público dibujaba círculos de luz sobre el adoquín, y en la mayoría de las casas, lámparas de petróleo o velas completaban la penumbra, Aunque cabe reconocer que para 1917, Querétaro ya tenía luz eléctrica en algunas calles, tiendas y casas céntricas; el chisporroteo de las primeras bombillas emergía junto al sonido del teléfono y el telégrafo. Aunque no todas las calles y hogares disponían de ella, el avance era visible, la ciudad poco a poco, cambiaba de ritmo.”. Independientemente de si era una bombilla o una lámpara de petróleo, las familias se reunían a conversar, leer o simplemente descansar tras la jornada, mientras el silencio crecía en las calles, roto apenas por el paso tardío de algún viajero o un “serenatero”.

En las noches tranquilas de Querétaro, cuando el alumbrado apenas dibujaba círculos temblorosos sobre el adoquín y el murmullo del día ya se había apagado, podía aparecer la figura inconfundible del serenatero. No era un oficio escrito en papel, sino una vocación nacida de la guitarra y el corazón. Caminaba despacio, sombrero ladeado, instrumento a la espalda, buscando la casa que lo esperaba en silencio.

Se detenía bajo un balcón y, tras un par de acordes tímidos, dejaba que la voz llenara la calle, suave primero, luego más segura, como si cada nota empujara a la noche a abrir los ojos. Era un momento suspendido: la vecina que espiaba detrás de las cortinas, el perro que se callaba como si entendiera la importancia del acto, y la joven destinataria que, a escondidas, corría la ventana para escuchar.

A veces no era por amor, también cantaba para celebrar un regreso, para despedir a un amigo o para aliviar la pena de alguien que no se atrevía a llorar en voz alta. Y así, entre guitarras y voces, la noche se convertía en una postal viva de la ciudad: calles empedradas, faroles de luz amarillenta, y esa música que, aun cuando se apagaba, dejaba en el aire un rastro de nostalgia y alegría.

Así era Querétaro en 1917: un lugar donde la historia se respiraba en cada esquina, pero donde los cambios ya anunciaban que el siglo XX traería un ritmo distinto.

 

 

 

En ese escenario de cambios y contrastes nació Alfonso Ruiz de Cabañas Ladrón de Guevara, quinto hijo de Francisco Ruiz de Cabañas y María Ladrón de Guevara. Todos sus hermanos habían nacido en años nones: Josefina en 1909, Carmen en 1911, Gonzalo en 1913, Paz en 1915, y ahora Alfonso, en 1917. Dos años después llegaría Guillermo, en 1919. “Entre nones te veas”, decía María con media sonrisa, como si aquella coincidencia numérica escondiera un presagio o una suerte de sello familiar.

Alfonso vivió sus primeros años en una modesta casa de la calle de Allende —antes llamada “Mariposas”—, en pleno corazón de Querétaro. Una vivienda de muros encalados, techos altos y un pequeño patio interior donde las macetas con albahaca y geranios compartían espacio con la ropa tendida. El portón de madera, pesado y oscuro, tenía una mano de hierro forjado, de las que se usaban entonces como llamador, y que resonaba con un golpe seco cuando alguien llegaba. Allí, entre juegos con sus hermanos y las rutinas de su madre, empezó a formarse su mundo.

A la muerte de su padre, el taller doméstico donde Francisco dibujaba planos y fabricaba piezas quedó en silencio, como un altar de madera y papel que nadie se atrevía a desmontar. Su ausencia dejó a María al frente de la familia, firme y serena, procurando que, aun en los años difíciles de la posrevolución, sus hijos crecieran con dignidad y raíces fuertes.

Hasta La Noria, 1926

Gonzalo, cuatro años mayor que Alfonso, era el tipo de muchacho que no sabía estarse quieto. Tenía en los ojos esa mezcla peligrosa de inconformidad y curiosidad que suele meterse en más de un lío. Había visto la Revolución pasar casi por la puerta de su casa, había gritado vivas a Villa cuando el Centauro del Norte atravesó Querétaro rumbo a la capital, y conocía a su padre mejor que cualquiera de los otros hermanos varones.

La pobreza en la que vivían le pesaba como una piedra en el zapato. Desde niño había decidido que su futuro no estaba en Querétaro: él soñaba con la gran ciudad, con sus calles interminables, trabajos bien pagados y un destino donde él regresaría convertido en todo un señor. A los trece años decidió que había llegado el momento. Y, por supuesto, no pensaba ir solo.

Su víctima —perdón, su cómplice— sería Alfonso, que a sus nueve años veía a su hermano como una mezcla de héroe y guía turístico del mundo. Gonzalo le pintó el plan con brochazos de gloria: nos vamos a México, trabajamos, nos hacemos ricos y regresamos para que todos nos vean llegar. Era un plan perfecto… principalmente porque no tenía ninguno de esos molestos detalles que suelen arruinar la emoción, como saber dónde dormir o qué comer.

Partieron una mañana de 1926, con la certeza de que el mejor camino era seguir las vías del tren. ¿Qué podría salir mal? Si las vías llegaban a México, ellos también. Caminaron toda la tarde, y cuando el sol se escondió, siguieron avanzando bajo la luna, sumando algo cercano a los veinticinco kilómetros, hasta dar con un sitio llamado “La Noria”: un paradero polvoriento que en tiempos mejores había formado parte de una hacienda.

Pero la noche tenía sus propios planes. El frío se les coló por las mangas y, con él, los ruidos que en el campo siempre suenan más cerca y más raros, tanto grillo escucharon que podrían imitarlos a todos. Gonzalo, temblando —aunque él juró después que era del frío—, se vio obligado a pedir posada en una casa del camino. Les dieron cobijo, pero el encanto de la aventura ya estaba herido de muerte.

Al amanecer, sin un centavo en el bolsillo y con las piernas hechas de plomo, decidieron volver. Para Alfonso, fue la peor noche de su corta vida: no tanto por el cansancio o el frío, sino por el desplome de la imagen infalible que tenía de su hermano mayor.

Después de otros veinticinco kilómetros de regreso, se preparaban para el regaño monumental de su madre… pero no. María, que seguramente ya había visto venir a lo lejos a esos dos prófugos de juguete, decidió no castigarles. En lugar de eso, los llevó a comer un helado. Y así, la primera gran decepción que Alfonso tuvo de Gonzalo se endulzó, quedando archivada en la memoria como una aventura fallida, pero digna de contarse mil veces.

…Y así, la primera gran decepción que Alfonso tuvo de Gonzalo se disfrazó por un momento con vainilla y chocolate, pero no se borró. La aventura fallida quedó grabada como un recuerdo áspero, un sabor dulce sobre un fondo amargo.

Con el tiempo, Alfonso comprendería que aquella noche en La Noria había sido más que una travesura infantil: fue la primera vez que sintió que no podía confiar plenamente en los sueños ajenos, por más cercanos que fueran. No aprendió optimismo de aquella caminata, sino cautela. Desde entonces, miró con distancia las promesas demasiado grandes y los planes que se armaban sobre el entusiasmo. Lo que sí conservó fue la lealtad a su hermano, aunque esa lealtad ya no estuviera libre de sombras.

Aquella madrugada fría y ese regreso polvoriento dejaron una marca silenciosa en su carácter: Alfonso no se volvió un hombre de sueños ligeros, sino de pasos medidos, alguien que prefería la certeza dura a la esperanza frágil.

6 comentarios en “Capítulo 8: Entre Nones te veas”

  1. Me encantó el recorrido histórico por Querétaro, de pronto me sentí caminando por sus calles. Espero con ansias el siguiente capitulo….

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  3. Precioso relato Benjamín
    Me hiciste ver un Querétaro antiguo, la aventura continua, gracias.
    A la espera del siguiente capítulo
    Un fuerte abrazo

  4. Lucía Ruiz Cabañas

    Qué bonita descripción del Queretaro de 1917, te hace verlo y sentirlo, a mí me hizo recordar el de los años 50 que es el primero que conocí, muchas gracias.

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