Capítulo 14: Radio de galena

Capítulo 14

Radio de Galena

Llegó a la casa de Alfonso un Brunswick de bulbos,  en 1930, un radio receptor, había costado $500, cifra alta si se piensa que María había vendido la casa de Querétaro por $900 apenas un año antes. Ese contraste dice lo esencial: la radio no era un capricho, era prestigio y compañía. Aquel mueble cruzó generaciones: vivió en la sala familiar hasta la muerte de la abuela en 1970, y entonces pasó a nuestra casa, donde —hasta donde sé— sigue en pie, próximo a cumplir un siglo.

Además de la importancia de un radio en esa época, el radio de la abuela era (es aún) un mueble exquisito, la elegancia de este aparato en particular es para presumirlo. Es un mueble de nogal con puertas y herrajes bellísimos: al abrirlas y encenderlo, el resplandor naranja de su cuadrante encendía la tarde y, detrás de una ventana floral calada en la madera y forrada por dentro con tela fina, sonaba una bocina sola de unos 25 cm de diámetro, con voz de sala grande. El cuerpo, elevado sobre patas torneadas, medía, orgulloso, como metro sesenta. Hermoso. Muy hermoso.

Como olvidar aquellas tardes de domingo y las Chivas, mi equipo de futbol favorito, jugaba en ciudades del norte o pequeñas, la televisión rara vez llegaba y transmitía el partido; entonces ese radio se convertía en mi estadio portátil: me sentaba frente a esas bellas puertas de nogal, las abría como quien corre un telón y dejaba que ese cuadrante color naranja al encenderlo me pintara la cara. El narrador llevaba la voz como si fuera la pelota e intentaba en todo momento que el radioescucha entendiera en que zona del campo se desarrollaba cada jugada, yo seguía cada cambio de banda con el corazón apretado, preocupado cuando la pelota estaba en el lado de mis Chivas, entusiasmado cuando atacábamos, dibujando en la cabeza la cancha entera —el pasto verde que no veía, las gradas que imaginaba o inventaba, el aire seco del norte en Monterrey o la humedad de Zacatepec en la nuca—. Y cuando gritaban ¡gol! ¡Goooooooooooool¡ por períodos extremadamente largos, yo saltaba; la madera del radio vibraba por aquella bocina tan grande, un instante y el panel celebraba conmigo. Ese radio me enseñó a ver sin mirar: a convertir la voz en imágenes y la espera en alegría.

Junto a ese entusiasmo infantil siempre me intrigó cómo funcionaba semejante milagro. Con el tiempo entendí algo sencillo: la radio viaja en una familia de ondas invisibles que se mueven tan rápido como la luz. Unas son largas y lentas, otras cortas y veloces; las primeras —las de radio— tienen una virtud: por la noche pueden correr más lejos y traer la ciudad a la sala. ¿Cómo se mete una voz ahí dentro? Un micrófono la convierte en corriente eléctrica que dibuja sus subidas y bajadas; esa corriente se monta sobre una ola portadora —en aquellos años, casi siempre de amplitud modulada—, de modo que la ola respira al ritmo de la voz. Una antena transmisora lanza esa ola al aire y, a kilómetros, otra antena la atrapa junto con muchas más. Entonces ocurre la magia de la sintonía: dentro del radio, un pequeño conjunto de piezas se afina como una cuerda hasta quedarse con una sola emisora y apagar el resto. Falta deshacer el nudo: un detector separa la voz de la ola que la llevaba y esa señal ya clara mueve el altavoz; el aire vuelve a vibrar. Así de simple y de hermoso: subir una voz a una ola, cruzar la noche y bajarla de nuevo hasta la sala de la casa.

La radio mexicana nació como experimento y, casi sin darse cuenta, se volvió costumbre. En 1921, mientras la capital festejaba el Centenario, unas emisiones públicas de fin de semana abrieron el telón; esa misma temporada, en Monterrey, el ingeniero Constantino de Tárnava encendió su TND —origen de la futura XEH— y dejó tendido el primer hilo de voz continuo del país, por eso se le recuerda como el “padre” práctico de la radiodifusión. Pronto llegó el impulso público y pedagógico: en 1924 la SEP encendió Radio Educación para llevar escuela y cultura por el aire; la radio dejó de ser novedad y se volvió servicio. Al mismo tiempo tomó cuerpo la radio comercial: en 1923 sonó CYB, la emisora de El Buen Tono —que en 1929 adoptaría el indicativo XEB—, con música, avisos y una parrilla que enseñó a escuchar a la misma hora. Y en 1930 llegó el gran escenario popular: XEW, “La Voz de la América Latina desde México”, donde cabían orquestas, variedades e informativos; la radio dejó de ser aparato para convertirse en hábitat. En 1937, el Estado fijó su cita dominical con La Hora Nacional: un país hablándose a sí mismo desde un mismo punto del cuadrante, los domingos por la noche.

La radio estaba de moda y el país entero la quería en la sala: México hablaba de la radio, México impulsaba la radio, México consumía la radio; era la fiebre. A la casa de Alfonso llegó aquel Brunswick porque Gonzalo no soltó el tema hasta convencer a su madre: “hay que tener una”, decía, y la ciudad parecía darle la razón en cada esquina. Josefina, la hermana mayor de Alfonso, se había casado con Pedro, joven como ella y con voz redonda; él rondaba estaciones pidiendo una prueba de locución. Gonzalo, metido hasta el fondo, arrastró a Guillermo a los secretos de los receptores sin pilas, los radios de galena; y Alfonso se sentó a la mesa con ellos no solo por curiosidad: aportó manos finas, paciencia de relojero y ese orden que pone cada tornillo en su sitio. Enrolló bobinas, soldó terminales, probó soportes para el “bigote”, afinó la antena en el tejado; sabía hacer. Pero, además, veía más lejos que el aparato: donde sus hermanos escuchaban música, él escuchaba mercado.

Un radio de galena cabe en una caja humilde y hace un prodigio sin pedir pilas. Un hilo largo como antena trae al banco de trabajo todas las estaciones; dentro, una bobina y un condensador —o una bobina con derivaciones y un cursor— afinan como quien busca la nota justa hasta quedarse con una. El detector —un cristal de galena tocado por un bigote de gato, un alambre elástico con la punta apenas puesta en el punto dulce del mineral— abre la puerta en una sola dirección y separa la voz de su ola. La señal, ya limpia, mueve unos auriculares sensibles y la voz aparece en susurro. Vive de la energía de la propia onda; por eso exige buena antena, toma de tierra franca y, si es de noche, mejor todavía.

Con ese pequeño milagro en la mesa, Guillermo, que entendía más de circuitos, logró un modelo sencillo y confiable; Gonzalo empujó ideas y rutas; y Alfonso hizo lo que ya lo distinguía: convertir un invento en plan. Pensó en cajas de madera con tapa, en etiquetas con un nombre corto y memorioso, en vender primero a vecinos y después a ferreterías; calculó costos, margen y tiempo de armado; imaginó kits con instrucciones de armado claras para personas ingeniosas, aprendices y modelos armados para impacientes; probó precios, buscó quién surtiera alambre de cobre a buen costo, tomó nota de los puntos de mejor recepción del barrio para hacer demostraciones. Tenía quince años y una imaginación con overol: se veía industrial. No dejó de arremangarse; siguió haciendo con las manos —porque podía—, y multiplicando con la cabeza —porque quería—.

Al final, construyeron y vendieron unas cuantas piezas; no fue la fábrica que soñó, pero fue la primera prueba. Dejó en el cajón facturas chiquitas y, en la sangre, una certeza grande: que el trabajo puede ser preciso y hermoso a la vez; que una idea cabe en las manos y, si se cuida, crece. La radio de galena no solo les trajo voces: le abrió a Alfonso una puerta —la de pensar en grande— y lo dejó mirando el mundo como se mira una estación en el cuadrante: con paciencia, con oído, con la felicidad anticipada de lo que ya viene.

 

 

4 comentarios en “Capítulo 14: Radio de galena”

  1. Rosa Martha Lopez RC

    Benjamín que interesante es saber como funciona la radio y la manera en como se abrieron camino en este aspecto. Yo recuerdo que mi mamá decía que su papá vendió o cambió un piano por un radio pues era de lo más maravilloso que había en ese momento. Gracias.

  2. Que bonito recuerdo radiofónico Benjamín.
    Aún conservo el transistor que compró mi difunto Padre en mi segunda operación.
    Seguimos pendiente del siguiente.
    Un abrazo

  3. Lucía Ruiz Cabañas

    Aunque este capítulo tiene un ingrediente nuevo y que es el de explicar cómo funciona la radio a partir de un mueble, me parece muy interesante y acertado, me gustó, gracias Benjamin !!!

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