Capítulo 18
Manos virtuosas, mente y temple
Muy joven, Alfonso dejó de ser muchacho sin anuncio ni ceremonia: asumió la carga de sí mismo. No tenía herencias ni atajos; tenía, en cambio, una mente despierta y unas manos que obedecían ideas. Venía de una infancia con huecos: la falta del padre fue un silencio grande que aprendió a leer como se leen los vacíos en un plano. En secreto sospechaba que de él —del padre— había heredado cabeza y visión; de su madre, María, tomaba la resistencia, lo estoico, la fuerza, pero también una amargura que, si no se vigilaba, ennegrecía las esquinas. En casa, la neurosis se repartía como pan duro; no por maldad, sino por cansancio y pérdidas. Eso alcanzaba a todos sus hermanos —lo veía cada día—. Los Ruiz Cabañas Guevara eran una familia unida en muchas cosas buenas —la disciplina, el trabajo duro, la obediencia y la no negación de la realidad—, pero también en otras más tristes y duras que, si bien templaban el carácter, lo volvían difícil. Alfonso lo sabía y temía volverse sólo de ese material: el del enojo fácil.
Por eso, cuando miraba sus manos no veía sólo fuerza: veía equilibrio y posibilidades. La invención le venía como un idioma propio: imaginar, trazar, ajustar, volver a intentar. Entendió pronto que su manera de creación pasaba por allí, por el gesto manual que convierte la idea en objeto. Soñaba con máquinas porque en ellas reconocía un orden al que él podía contribuir: piezas que encajan, engranes que coordinan, cosas que encuentran existencia en sus manos; energía que se hace trabajo, que crea lo que nunca había sido.
En Conchita encontró la otra mitad de su ecuación, y la vio mejor cuando la midió contra su casa. María fue una buena madre —nadie podía negarlo—, pero llevaba en los ojos una amargura perenne: viuda en plena Revolución, con seis hijos aún niños, convencida de que la vida había sido injusta con ella. Amó a sus hijos, sí, pero le faltó el resorte invisible del cariño fácil: esa caricia al paso, el beso sin motivo, la sonrisa cómplice que acomoda el mundo a la altura de un niño. La angustia —ese luto que sabía definitivo— le trabó el gesto; ningún esfuerzo de los hijos llenaba ese vacío. Alfonso jamás la habría cuestionado —era imposible—, pero veía que en casa el aire no era sano: respetable, sí; también neurótico y amargo.
Por eso buscó, con una especie de sed, una sonrisa limpia, una mirada esperanzada y esperanzadora, un entusiasmo por vivir. En Conchita eso sobraba. Desde los trece años lo intuyó; más tarde, con el tiempo, lo vio claro: ella tenía una mente lúcida y un optimismo que no le cabía en el cuerpo pequeño; estaba acostumbrada a pensar lo mejor de cada cosa, de cada persona y de cada día. Le alcanzaba, incluso, para amar a su padre sin condenarlo, pese a que Manuel Izquierdo era un “calavera” al que la bebida se le iba con demasiada frecuencia más allá de lo prudente. Conchita sabía voltear la vista cuando había que hacerlo, no por negación sino por misericordia. Aceptaba sin hacerse tonta y, aun así, sonreía. Nunca tenía un mal pensamiento para nadie: encontraba alguna justificación a los desfiguros ajenos e intentaba responder con amor a cada persona que se cruzaba —para bien o para mal— en su vida. Como hija mayor, entendió muy joven su papel en casa y lo cumplió sin duda.
Alfonso, que conocía bien a su padre y a sí mismo, no necesitaba que nadie le tapara los ojos. Lo que vio —y lo que lo enamoró— fue la capacidad de Conchita para amar sin condena, aceptar sin rencor y, a pesar de todo, seguir creyendo. Ella representaba la posibilidad de salvación frente al mundo oscuro en el que temía caer, ese mundo que en casa se le pegaba por ósmosis: una neurosis heredada, una tristeza que se repetía. Sabía que, para vivir con plenitud, necesitaría alguien que lo ayudara a no extraviarse en esa sombra. Conchita era la luz; su mente y sus manos virtuosas —los tres dones— eran las patas de una mesa que no cojeaba: así llamaba, en silencio, a su vida futura.
Alfonso a sus veintitrés llegó a los años cuarenta con tres planes claros, de los que no se movería —certezas que no escribía, pero vivía—: consolidar una vida con alguien (Conchita, sin duda), trabajar con sus manos porque allí estaba su don, y levantar algo propio que honrara esa mente distinta que lo habitaba. Sueños grandes para un joven con carencias y dolores, sí, pero no caprichos: metas. Sabía que la diferencia entre soñar y hacerse adulto era mantener costumbres que se hacen rutinas: hacer hoy lo que mañana parecerá destino.
Estos años cuarenta lo encontraron con el cuerpo afinado por el trabajo: delgado aún, pero endurecido por la rutina de la forrajería. El camión, la pala, las pacas de alfalfa y heno, los sacos de alimento balanceado, el polvo que se metía en la camisa y en la lengua: todo eso —que a otros les dejaba sólo cansancio— en él forjó temple. Era joven y llevaba su inventario de sueños que no cabían en el mostrador. Diez años habían pasado desde aquella escena en Mixcoac, afuera de la maderería de aquel hombre gesticulador y necio. Desde entonces no hubo domingo ni día de carga en que no apareciera, de alguna forma, el mismo pensamiento: Conchita. Para Alfonso no era sólo la mujer más hermosa que había visto; era también un horizonte. La miraba como se mira un futuro.
Fue por esas primeras semanas de la década cuando, con tanta seriedad como nervio, Alfonso se atrevió a insinuarle a Conchita su intención de hacerla su novia y, ¿por qué no?, algún día su esposa. Ella, en ese usted que imponía distancia y costumbre, respondió con una claridad de época. No alzó la voz; la templó:
—Usted trabaja en una forrajería, don Alfonso. Y trabaja bien —dijo—. Pero si de veras pretende algo conmigo, tendrá que crecer en la vida. No puedo interesarme con seriedad en alguien que se quede para siempre como empleado, por bueno que sea.
Quizá Conchita sabía del tropiezo de Alfonso y Gonzalo unos años antes, cuando intentaron formar su propia empresa de venta de forrajes y apenas sobrevivió un año. Alfonso tragó saliva, sostuvo la mirada y se permitió una pregunta breve:
—Si yo creciera, ¿me permitiría entonces pedirle su mano… con el tiempo?
—Con el tiempo —remató ella— y con hechos.
No fue un portazo: fue un acicate. Alfonso entendió de golpe que el negocio de los hermanos Becerra, al fin ajena, no podía ser destino, apenas etapa. Si quería ver de frente —sin pedestal— a esa mujer, debía construir el suyo para olvidar que ahí estaba. Ponerse metas, cumplirlas y dejar de ser “el mejor empleado” para ser alguien con oficio propio. Decidió con más ahínco que nunca emprender esa lucha: no para desmentirla, sino para alcanzarla.
Con los hermanos Becerra, Alfonso había crecido como planta bien regada. Conocía el negocio mejor que el propio Rafael; incluso ya se había permitido fallar en un primer intento y había tenido que volver como empleado. Sabía el peso de una paca a simple vista, la humedad traicionera en el heno, el crédito confiable y el que olía a cuento. Era el empleado modelo, sí, pero no un súbdito. En silencio fue juntando otra vez ahorros, rectificando lo que falló la primera vez, aprendiendo a negociar sin levantar demasiado la voz y, cuando la cuenta dio, decidió lo que muchos piensan y pocos hacen: abrir la suya con más fundamento que la anterior.
Eligió una calle Guadalupe Inn, una colonia en la frontera delegacional, Junto con su hermano Gonzalo invirtieron sus ahorros, compraron básculas, lona, pala, libreta de fiados y un letrero discreto; y, para lo que sí iba en costales —alimento balanceado—, negoció proveedores con buen precio y entrega puntual. Un día de 1942, sin aspavientos, se despidió de Rafael Becerra. Ahora sí, para siempre. El negocio se levantó bien y sano. La ilusión de su tienda no lo alejó ni un centímetro de sus dos lealtades íntimas: la pretensión —ya confesa— de conquistar a Conchita y la idea fija de que, tarde o temprano, levantaría una empresa industrial. Sabía que el camino exigía etapas tediosas, a ratos crueles; no le asustaba la fila, sólo quería estar en ella con paso propio.
El acercamiento con Conchita empezó a funcionar no por trucos de galán, sino por constancia. Ella no lo veía con malos ojos; él, con cualquier pretexto, aparecía en la maderería de Manuel Izquierdo, padre de Conchita, donde ella llevaba cuentas, cobraba, recibía proveedores y, si hacía falta, barría la entrada. Entre pedido y pedido, Alfonso dejó de ser cliente y pasó a ser presencia. La cosa creció hasta que hubo que nombrarla: Conchita, obediente y firme, reconoció ante sus padres que había un pretendiente y que buscaba su reconocimiento.
Alfonso aceptó someterse al reglamento no escrito de los “noviazgos decentes” que regía en las familias mexicanas de clase media y católicas —un sistema tan minucioso que la burocracia parecía travesura—. El manual del decoro establecía: verla sólo los domingos después de misa (con toda la familia en formación), acompañarla de regreso, pero detenerse una cuadra antes de llegar a su casa, y dar media vuelta como si una cuerda invisible le tirara del codo. El resto de la semana tenía prohibido siquiera asomar por la calle de Giotto. No era metáfora: Manuel Izquierdo tenía talento pedagógico para disuadir pretendientes con argumentos contundentes y, de ser necesario, físicos. La mayor de sus hijas contaba ya veinticinco años; él contaba con ambos brazos.
A Alfonso aquello —que a primera vista parecía un calvario— le resultó, en el fondo, una escuela. Aprendió a administrar el deseo como se administra el crédito: sin gastarlo todo el primer día. Afinó la paciencia, ensayó frases breves y midió el mundo en cuadras. Los domingos, después de misa, caminaban entre pláticas que jalaban de lo chico a lo grande: del precio del pino, al porvenir, a la idea —dicha apenas— de formar una casa. Cuando tocaba detenerse una cuadra antes, él sentía la urgencia de avanzar y, sin embargo, obedecía. No era sumisión; era método. Sabía que, para llegar, a veces conviene quedarse un paso atrás.
Mientras tanto, la forrajería iba haciendo músculo. Los arrieros aprendieron su nombre, a decirlo con respeto, el camión encontró su ritmo, las cuentas empezaron a cuadrar. Alfonso dormía con la libreta debajo de la almohada —no por miedo, sino porque los números, a esa edad, también sueñan—. Y en cada suma se escondía la misma aritmética: Conchita, por un lado, el sueño fabril por el otro. Dos líneas que todavía no se tocaban, pero que él imaginaba convergiendo en algún punto del mapa.
Conchita, por su parte, iba con una mezcla de pudor y carácter. No toleraba la cursilería, pero aceptaba la ternura franca. Reía cuando él hacía inventario de sus propias torpezas —«soy fuerte para la paca, pero bruto para el verso»—. En la puerta invisible donde debían despedirse, solían quedarse callados unos segundos; era una pausa con estatuto de sacramento. Luego él daba la vuelta y emprendía el camino de regreso, midiendo el piso con las mismas zancadas con que, al día siguiente, mediría el patio del negocio.
Si alguien le hubiera preguntado entonces qué quería, Alfonso reiteraba y lo habría dicho sin metáforas: quería casarse con Conchita y quería trabajar con sus manos. No sabía aún qué haría primero, ni con qué dinero, ni dónde pondría la firma. Pero tenía algo más valioso que un plan perfecto: el hábito, ese músculo invisible que convierte las semanas en historia.
Con el negocio andando firme, Alfonso empezó a inventar en sus ratos de calma. Tenía manos de virtuoso y paciencia de relojero cuando se metía en esos avatares. Se propuso construir un torno con lo que había y lo que pudo comprar: ángulos metálicos, un chuck de tres garras, un motor eléctrico modesto y mucha imaginación. El torno quedó chico pero firme, y sirvió por años. Allí, en esa esquina de taller que olía a aceite y limadura, hizo piezas mínimas, arregló herramientas y, un día, usando lámina de “hoja de lata”, tijeras industriales y su torno, fabricó un hermoso tren a escala, con todo y vías. Funcionaba de maravilla: rueda limpia, engrane hábil, pequeño motor en la locomotora, un avance que parecía respiración.

Conchita miraba esas cosas con mezcla de admiración, ternura y juicio. Un domingo tomó el tren y un par de juguetes que Alfonso había fabricado y fue con su padre a enseñárselos. Manuel Izquierdo los observó en silencio, los puso a andar, los detuvo y volvió a echarlos a andar. Pasó una tarde entera «recreándose», que en su idioma quería decir pensando, midiendo, mascullando. Pensó, seguramente, en lo que ese muchacho traía en la cabeza y en las manos; en lo que podría llegar a hacer si el mundo no le estorbaba demasiado.
El crecimiento natural del negocio obligó a buscar bodega mayor. Alquiló un local, muy cercano a penas a dos cuadras, en una calle pequeña llamada: “Alpes”, detrás de la Barranca del Muerto, justo donde la barranca cruza la calle de Sagredo y lo que se consolidaba en forma perpendicular como la avenida Revolución: un lugar de polvo fino, camiones en segunda y vecinos que saludan con la ceja, a dos cuadras del origen, sin embargo, en otro mapa. En la Ciudad de México toda mudanza es un cambio de destino con recibo de renta.
La Barranca del Muerto no era un accidente menor, sino la huella de un sismo prehistórico. En la Sierra del Ajusco, el volcán Xitle —al sur de la ciudad— provocó movimientos que fracturaron la tierra en varios puntos; de esas fallas nació la que hoy llamamos Barranca del Muerto. Llegó a tener unos quince metros de profundidad y el ancho de la actual avenida. Para cruzarla hacían falta puentes y, durante la Revolución Mexicana, sirvió como trinchera tanto para los zapatistas como para las fuerzas de Venustiano Carranza en su disputa por la zona de Mixcoac. Las batallas dejaron cuerpos, miseria y enfermedades; la barranca terminó usada como fosa común entre 1910 y 1920, de ahí su nombre. Se ignora cuántos cadáveres arrojaron allí, pero el hecho sembró leyendas de apariciones y figuras sin cabeza. Hoy el paisaje que dejó el Xitle ha desaparecido: la barranca fue rellenada con concreto para nivelar el terreno. Sin embargo, la estación del Metro mantiene dos aves de rapiña como recordatorio del camposanto que alguna vez fue.
Pero volviendo al tema y como en toda historia, hubo un día —pequeño, cualquiera— en que esa decisión le cambió la trayectoria. El azar, con sus mañas de viejo conocido, volvió a intervenir y se disfrazó de logística: una puerta que no cerraba, un proveedor que llegó antes, un estante mal nivelado y… benditos roedores con iniciativa. Pasaron unos meses y la pequeña gran mudanza enseñó los colmillos: lo que parecía espacio extra resultó ser oportunidad, lo que olía a problema, plan. Allí encontró la pista que llevaba buscando desde muchacho.
Pero eso —eso— es materia de otra historia.









En cada capítulo me atrapan más los personajes, porque finalmente esos sentimientos de amor propio, de valentía, de tomar riesgos, son universales y todos nos identificamos facilmente. Felicidades.
Muchas gracias, Benjamín, por permitirme viajar por la historia y por lugares – algunos conocidos, otros más ajenos. Capitulo por capitulo los personajes ganan en profundidad hasta que empiezan a convertirse en viejos conocidos. Y por supuesto: la temática de ‘cruzar el umbral’ en algún momento de la vida me habla.
Disfruto con el lenguaje tan sensorial del relato, capaz de apelar a todos los sentidos.
Después de haber llegado hasta aquí casi de tirón, esperaré con mucha expectación una por una de las siguientes entregas.
Mil gracias Eva!!, espero que mis historias mantengan tu interés hasta el final.
Aunque sé que es novela en tus recuerdos hay párrafos que son muy similares a los relatos de mis papás y otros que recordamos de muy diferente manera, en ambos casos es grato leerte, muchas gracias!!!
Muy buen relato de como llegó a la calle de alpes, lugar que después conocí ya como su casa familiar, que recuerdos.
Mi querido Prax!! Gracias por acordarte, la forrajería estuvo en realidad en lo que hoy sería dos casas a la izquierda de la nuestra, pero la anécdota dice que mi papá desde ahí vio la construcción de Alpes 7, obra dirigida por una arquitecta que con materiales de demolición de una elegante casa de la condesa, construyó esta. Si recuerdas la reja era (sigue siendo), muy alta y de herrería solo hecha de remaches.